Nos da miedo quedarnos en el dolor y sentir y vivir todas las emociones que le acompañan. Es difícil entrar en espacios donde hay muchos recuerdos que queremos olvidar, sin embargo, allí están metidos bajo la alfombra. Y de cuando en cuando, en el momento en que estamos despistados ¡zas!, se crean situaciones en las que se levanta la alfombra y entramos de nuevo en una espiral de tristeza, angustia, soledad o dolor. Nos encontramos de nuevo con el sufrimiento y lo que primero que se nos ocurre hacer es huir.

Y es que no estamos acostumbrados a tolerar el malestar o el dolor. Preferimos quitar la importancia a lo que sentimos, dar una razón lógica al porqué estamos así, andarnos con rodeos para no entrar a hablar de ello, o bien nos ponemos a hacer otra cosa o nos dopamos con antidepresivos, ansiolíticos y calmantes…. Nos da por anestesiamos para no sentir; para olvidarnos que tenemos un corazón que está resquebrajándose; para ignorar que hemos creado un dique y ya no nos salen las lágrimas o que tenemos el pecho cerrado y no podemos respirar.

Pero vivir anestesiados del dolor también es vivir dormidos por la vida. Nos guste o no sufrir es parte de estar vivo. El dolor es una muestra más de que la vida nos toca y nos atraviesa. Solo mirando al dolor cara a cara podemos entender si hay algo que aceptar, algo que cambiar o algo que aprender.

El dolor nos recuerda que somos humanos y que estamos vivos. Que todavía tenemos un cuerpo que siente, que en nosotros hay algo que necesita que le prestemos atención. Y sólo transitando el estrecho y oscuro camino del dolor es cuando podremos entender qué es lo que nos mueve tanto, atenderlo y también ponerle remedio.