Acaban de empezar las clases y como profesora no puedo dejar de pensar cómo obviamos el corazón cuando estamos en las aulas a pesar de la importancia que desempeña en el aprendizaje. Dijo Aristóteles que educar la mente sin educar el corazón no era educar, pero es difícil que podamos acompañar a nadie o simplemente intentar educar, si antes no hemos revisado cómo está nuestro corazón, sin antes saber qué nos pasa con el otro, sin entender qué tipo de emociones proyectamos consciente e inconscientemente. Sin antes saber de qué pasta estamos hechos como personas.

Los maestros, profesores y docentes tenemos una doble responsabilidad, primero para con nosotros mismos y otra para con nuestros estudiantes. Ya que el aula es un espacio donde no hay escapatoria: la dualidad profesor-alumno funciona en una retroalimentación constante, es un espejo que refleja una y otra vez lo que somos, es un juego de dar y recibir en el que cada día nos retratamos. Unos como profesores, otros como alumnos.

Y a veces, en ese intercambio constante, surgen momentos de silencio, cuando simplemente estamos disponibles, cuando estamos en nuestro centro y tratamos de irradiar amor hacia la persona que tenemos delante, a pesar de que no la conozcamos demasiado. Son esos días en que a veces no hablamos del temario, sino de lo que nos pasa en la vida, cuando además de conseguir mover intelectos también logramos mover corazones. Son esos días que volvemos a casa con la sonrisa en la cara y la emoción en el cuerpo cuando nos sentimos más orgullosos de nuestra profesión y de poder acompañar a personas. Esos días son mágicos porque realmente entendemos de qué va nuestro trabajo.