La mayor parte de los conflictos ocurren porque nos damos demasiada importancia. Nos fijamos en lo que la otra persona no ha hecho por nosotras: si no nos ha saludado, no nos ha dado algo que necesitábamos o actúa de un modo que no nos gusta. Nuestro modo de pensar nos dice constantemente que no ha actuado correctamente.

Y nos quedamos ahí, enfadadas porque el otro es antipático, un borde o un arrogante. Menudo atasco. De ahí no hay quien nos saque. Y encima vamos añadiendo al tema todos los agravios que hemos sufrido en el pasado a la sensación de rabia e impotencia por sentirnos ignoradas.

El problema es que la mayor parte de las veces consideramos que somos tan importantes, tanto, que cuando los demás no son amables con nosotras ya son unos impresentables. Y no nos vemos a nosotras mismas cuando hacemos lo mismo. Como nos cuesta aceptar nuestros fallos porque queremos ser perfectas, también nos enfadamos con los demás porque les exigimos lo mismo. ¿No crees que esto es ser un poco intransigente?

Realmente no somos tan importantes y la gente no puede estar siempre para nosotras.  Aceptar esta realidad descansa, de verdad. Nos permite ir más ligeras por el mundo, sin imponernos tanta presión, ni tampoco exigir tanto a la vida.

Foto de burak kostak