Cuántas veces vivimos la vida de los demás, no la nuestra propia. Estamos demasiado pendientes de lo que hace el resto en lugar de sentir qué queremos hacer nosotros. Pendientes de lo que necesitan de nosotros, de sus proyectos, sus organizaciones, sus necesidades en lugar de pararnos y ver si realmente queremos estar allí, si queremos involucrarnos, si queremos participar. Las respuestas a menudo son automáticas: porque es mi hij@ y él/ella no puede, porque tengo miedo a quedarme solo, porque tengo que contribuir a la casa, porque es mi deber como padre/madre, porque soy el/la cabeza de familia….
Al final, al cabo del día puede que lleguemos a sentir una incomodidad, una desazón, un malestar en nuestro cuerpo, los más afortunados. Los que empiezan a estar en contacto con su sentir que les avisa que hay algo que no encaja, que no funciona bien con todas estas decisiones. Otros ni lo sienten, simplemente funcionan con el automático haciendo todo lo que se espera de ellos sin escucharse nunca, aunque es posible que a largo plazo esta negación de uno mismo pueda somatizarse en una enfermedad.
Vivir para los demás sin escucharse es un modo de vivir alienado, fuera de las raíces, de lo que nos nutre, nos activa y nos da energía, fuera de todo aquello que nos conecta con la vida, aunque sea algo tan sencillo como poder pasear un rato sin agobios, poder decidir no ir a una cena, tener la casa hecha unos zorros o ver tranquilo la serie que me gusta. Cuando nos habitamos en nuestro interior, cuando realmente nos sentimos, escuchamos y cuidamos podemos relacionarnos con los demás desde un equilibrio, que beneficia no solo a nosotros, sino también a los otros porque les enseña que se puede vivir sin involucrarse en todo ciegamente, se puede decir que no y no se acaba el mundo.