Nos cuesta confiar en la vida y en su fluir. Preferimos empujarla, preferimos imponer cómo debe ser, dónde deberíamos estar, tener un tipo de vida determinado, tener un trabajo acorde con nuestro orgullo, tener pareja porque vivir solo es un castigo, tener hijos porque así damos un sentido a nuestra vida, a cada edad haber cumplido unos hitos. Antes de morir: construir una casa, tener un hijo, plantar un árbol…
Tantos “debería”, tantos trenes que debemos coger, tantas oportunidades que no debemos perder, pero ¿hacia dónde? ¿para qué? ¿cuál es el destino?
A veces la vida nos para de golpe o simplemente nos cansamos de tanto tren vacío de sentido. Y nos quedamos en la cuneta, al margen de la vida que habíamos querido para nosotros.
Justamente es en este lugar, en medio de nada, simplemente apartados del camino que llevábamos, donde surge la belleza, los pequeños brotes de claridad para nuestra existencia. Aquellos detalles que hemos pasado tanto tiempo por alto y que ahora tienen sentido: Esas personas que han estado siempre allí y son importantes; eso que siempre he querido hacer y nunca me he atrevido. Todo eso que es tan sutil y tan efímero como las amapolas, pero tan poderoso y transcendental que nos hace sentir que por fin nuestra vida empieza a cobrar sentido.