Cuando vamos creciendo y convirtiéndonos en adultos existen partes nuestras que con la edad han crecido y fluyen con la vida: somos buenos profesionales, podemos ser padres y madres coherentes, tenemos amigos…, pero a veces hay partes emocionales que se quedan como cuando éramos niños. Son partes que no pudieron ser acogidas en su momento porque los adultos que nos cuidaban no estaban disponibles, no supieron hacerlo mejor o estaban demasiado encerrados en sí mismos. El niño o niña que fuimos recibió un gran impacto emocional porque tuvo necesidades que no pudieron ser cubiertas y se quedó atrapado en ese deseo y petición. Esta parte infantil nuestra, que continúa con miedos, deseos y fantasías antiguos, todavía se muestra en ocasiones en nuestro yo adulto repitiendo todo aquello que no pudo solucionar en aquel momento. Ahora lo hace a través de situaciones diferentes y caracterizando a nuevas personas con los rasgos que tenía aquella persona con la que se relacionaba, fuera el padre, la madre o su cuidador/a.
Sanar a nuestro niño interior es reconocer y acoger a esa parte infantil con sus peticiones y necesidades desde nuestro yo adulto. Es intentar crear en nuestro interior esa figura tan demandada, ese adulto que cuente con la fortaleza y templanza para poder acoger a ese ser asustado, que también habita en nosotros, y que todavía está dolido con el pasado mostrando una gran necesidad de amor. Encontrar y ubicarnos en el yo adulto es esencial para que nuestro niño interior pueda ser consolado, arropado y querido como lo no lo pudo hacer aquel padre o madre en su momento.
Es así como podremos integrar a nuestras partes emocionales que no pudieron madurar en su momento. Es escuchando, acogiendo y reconociendo ese mensaje que nos envía de nosotros mismos y que nosotros acostumbrados a ignorar, ya que nos hemos olvidado de sentir. Mientras estamos vivos no es demasiado tarde para tener una infancia feliz, por supuesto que estamos a tiempo y lo mejor es que está en nuestras manos.