El vínculo con las madres es tan fuerte que siempre estará allí. Es un cordón umbilical visible e invisible. La relación con las madres es intensa, catártica y malsana en ocasiones y en otras placentera, cálida y tierna como si de un abrazo de algodón se tratara. En la infancia vivimos a nuestras madres de muchas maneras: ausentes, presentes, castradoras, reparadoras, autoritarias o amorosas y de otros muchos modos intermedios. De la manera que sea, las madres suelen estar muy presentes ya sea físicamente o en la fantasía ocupando un gran espacio de nuestras vidas.

Hay madres poderosas que intentamos retar cuando somos adolescentes. Queremos saber cuál es nuestro espacio. Hasta dónde podemos llegar y la tomamos a ella como medida. Después tenemos problemas con la autoridad.

Hay madres tiernas y amorosas que se esfuerzan hasta la extenuación para que que l@s hij@s tengan lo que necesitan y son tan acogedoras que cuesta crecer sin ellas, sin estar debajo de su ala.

Hay otras que no se sabe dónde están a pesar de estar con nosotros, están ausentes, en el trabajo, en sus problemas, en su mente y por eso de mayores nos sentimos perdidos en el mundo.

Hay madres seguras, que defienden sus ideas y a sus hij@s a capa y espada, arramblando con lo que haga falta, incluso hasta con la psique de sus hij@s y por eso nos sentimos inseguros sin su opinión.

Hay madres que proyectan en sus hijos sus frustraciones, sus sueños, sus deseos y de adultos no sabemos lo que queremos para nosotros.

Y es que madres hay muchas y también sólo una.

La cuestión es que cuando no amamos a la nuestra con todos sus defectos, no podemos amarnos nosotros como madres o padres. Si no amamos lo que hubo, lo que pudo ser, nos costará mucho aceptar nuestras limitaciones y nuestras metidas de pata. Nos costará integrar la parte amorosa e insuficiente que hay en cada uno de nosotros al amar. Amando a nuestra madre, nos amamos también a nosotros mismos.