Cuando nos relacionamos con otras personas se crean lazos. Estos vínculos emocionales y mentales son generalmente de amistad, de amor, o de simpatía cuando hay afinidad y todo fluye. También pueden ser de enemistad, quizás porque esa persona nos incomoda, sentimos hostilidad por su parte o porque proyectamos heridas antiguas sobre ella. Estos vínculos se enquistan porque tenemos que relacionarnos con estas personas sí o sí, bien porque son parte de la familia cercana, porque trabajamos juntos o porque son nuestros vecinos. La cuestión es que tanto los lazos positivos que nos nutren como los que nos agotan existen y se fortalecen cuando los alimentamos, sobre todo los negativos.

Alimentar un vínculo es pensar mucho sobre la parte negativa de una persona, sobre todo cuando la asociamos a situaciones que no se resolvieron bien, es darle vueltas una y otra vez sobre aquello que dijo, cómo me atacó, cómo me amenazó. Es no poder aceptar una situación de tensión que se produjo. También fortalecemos el lazo cuando volvemos a revivir las emociones en las que sentimos miedo, agresividad o tristeza. Estas emociones vividas en un contexto son difíciles de cambiar porque dejan una marca profunda en nuestra psique, pero si no conseguimos dejarlas marchar o suavizarlas continúan fortaleciendo la conexión negativa.

No es fácil romper un vínculo que nos aporta toxicidad, pero las palabras que utilizamos para hablar de él, tener una actitud de buscar la paz interna e intentar entender cómo se sintió el otro para poder tener una visión más amplia, ayudan. Es importante aprender a gestionar estos lazos, en primer lugar por nosotros, ya que pueden agotarnos literalmente y también por los otros a los que alguna manera les llega nuestra hostilidad. Saber dejar marchar con amor, reconociendo lo hubo, agradeciendo todo lo aprendido es un modo de deshacer nudos, de liberarse y de volver a empezar, si queremos y hace falta.