La muerte cuando nos toca de cerca nos descoloca, pone a prueba nuestros cimientos emocionales y nos vuelve sensibles a la imprevisibilidad de la vida. Sobre todo, cuando la muerte es de una persona en pleno florecimiento nos cuesta entender su significado. Y la cuestión es que no lo hay, no hay sentido, no todo tiene explicación. Queremos entender con nuestra mente lo que es del ámbito del corazón. Allí no hay respuestas ni conclusiones, solo el sentir, un océano en pleno movimiento que ante un tsunami como una muerte puede erigir una ola que arrasa con todo.

Desde estas aguas convulsas donde estamos solo podemos aceptar que somos sensibles a la vida y a la muerte, que somos tan efímeros y perecederos como cualquier otra cosa, pero también que estamos indiscutible e irrefutablemente vivos en este preciso momento a pesar del desconsuelo. Solo nos queda acompañar al mar y a las olas para que vayan fluyendo con la intensidad y fuerza que necesitan. Es un estar en medio de la vorágine y el dolor sosteniendo lo que hay hasta conseguir que la tormenta, la pena y la rabia amainen y poder volver a sentir la calma poco a poco. Es un navegar pausado, lento, cuidadoso que necesita de mucho amor para con nosotros mismos.